Reflexión sobre la memoria de un padre ausente
- Hugo Marroquin
- 8 jul
- 3 Min. de lectura
Volví a la casa familiar, donde vivió mi padre. Han pasado veinte años. ¿Qué tanto queda de él tras el espesor del tiempo? Silencios, palabras que nunca fueron dichas y figuras delineadas en las sombras.
En mi departamento actual, tan distante de esa casa, hay poco de mi padre. Vestigios apenas que a veces merodean mi memoria. Una foto. No está el recuerdo de su figura recorriendo la cocina, entrando por la puerta, acostado en su cama o sentado leyendo el periódico. No logro traer su voz al presente, ni la sonoridad de su risa. Recuerdo fotos, imágenes.
Huérfano de padre me convertí en un observador de los otros. Muchos años con recelo y envidia. Juzgándolos en silencio por desaprovechar las oportunidades que tenían al estar vivos, juntos, cerca.
Así es como lo observo a él. Al de él, mi compañero. Los veo ser padre e hijo. Los miro sin recelo ni envidia. Celebro sus risas y sus encuentros. Se hablan, se buscan, se ríen, se pelean y se vuelven a encontrar.
Me hacen añorar lo que nunca tuve. No tuvimos tiempo. O mejor dicho, no nos tocó ese tiempo. Mi padre pertenecía a otra época, fue marcado por otra historia. No supimos tomar la oportunidad.
A ellos dos los veo de cerca. Se comunican. Usan palabras para tejer su lazo. Y pienso que no hay nada más bello que las palabras. Aunque como dice Halfon, sanan y abren heridas. La carta de Wajdi resuena como un eco en mi cabeza: ¿Hay algo más urgente por decir que no sea el amor?
Mi papá y yo no fuimos mejores amigos. Fuimos padre e hijo.
Sé que hay algo de mi padre en mí. Como esas manías que me molestaban o tanto le criticaba. Ahora me río cuando las descubro. En aquel entonces, no le vi el humor.
Tendría alrededor de 13 años cuando le pedía que me dejara a unas calles de la escuela, porque ya había sucedido que me dejaba en la puerta y antes de que me bajara del carro me pedía un beso en la mejilla. Yo sentía docenas de pares de ojos mirándome inquisidoramente por semejante acto de vulnerabilidad.
Algunos años después de su muerte sentí arrepentimiento. Pero ahora me da risa.
A veces quiero decir a todos aquellos que no me han pedido consejo ni opinión que con los años se olvida la voz, las palabras sabias, el sonido de la risa. Que cuando pasa tanto tiempo los recuerdos son de las imágenes que quedaron impresas o grabadas, no se puede reanimar a las personas en la mente.
Quiero decirles que la muerte es sorpresiva, que el aire del calendario borra los recuerdos. Cómo alertarles que nos vamos quedando solos, tristes, huérfanos.
Yo a mi padre le he llorado, le he reclamado, le he extrañado. Tanto y tantas veces. Una vez me visitó en un sueño, y me abrazó. Su historia conmigo no se dejó de escribir el día de su muerte, sigue haciéndolo.
Por eso le pienso. Nos escribo.
Y cuando no me acuerdo, me río. A veces me lamento.
Y miro a los otros. Quisiera aprehender su amor, aunque sea prestado. Aunque sea de otros padres.
¿Que qué queda de un padre cuando el tiempo lo borra?
Yo.
Este texto fue publicado originalmente en mi newsletter Fuera del Algoritmo, un espacio donde comparto historias, hallazgos y reflexiones que escapan a las fórmulas del contenido automatizado. Si quieres recibir cada entrega directamente en tu correo, puedes suscribirte en fueradelalgoritmo.substack.com
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