La película El Padre y el dolor de ver caer a nuestros héroes
- Hugo Marroquin
- 22 jul
- 3 Min. de lectura
Hay películas que te quiebran. Que entran como cuchillos y exponen tus vísceras. Así fue con El Padre de Florian Zeller.
Simplemente, no te permite ser un llano espectador. Sin darte cuenta te sumerge poco a poco en la mente de un hombre a quien el tiempo se le ha mutilado y el espacio extravió su linealidad.
Yo, sentado en el cine, no me percaté que había entrado en la mente senil del personaje sino hasta que comencé a llorar. Porque en la pantalla vi a mi padre, recordé esos terribles últimos meses en los que la independencia y autonomía se le extinguieron.
Qué difícil es comprender esas decadencias que terminan por someter a nuestros otrora héroes. Porque eso es un padre: aspiración y proyección. Y lo que le exigía a él, hoy me lo exijo a mí.
“Puse mis manos en tus hombros débiles. Toda la fuerza había desfallecido en tus brazos, en la piel aún piel viva. Y te mentí. Dije aquello en lo que no creía. A la mirada amarilla, sofocada, le dije que todo lo serías y lo seríamos de nuevo. Y te mentí. Dije vamos a volver a casa, padre; vamos que yo llevo la camioneta, padre; solo mientras no puedas, padre; venga, ahora estás débil pero después, padre, después, padre. Te mentí. Y tú, sincero, pronunciando solo una mirada suplicante, una mirada que nunca podré olvidar.”
Te me moriste (Minúscula, 2017) de José Luís Peixoto
Podemos llegar a ser muy injustos con los padres. Incapaces de sentir empatía por el lento descenso –que también nos llegará a nosotros–. Nos exasperamos cuando su oído reclama repetición, respondemos con impaciencia, gesticulando como si fueran imbéciles, cuando sólo piden que hablemos más alto, más pausado. Miramos con hastío sus obsesiones, como si fueran muy diferentes a las nuestras, como si no hubiéramos heredado tantas. Somos jueces indolentes, carentes de ternura. Nos plantamos como seres impolutos. Estúpidos, insolentes y engreídos.
Generalizo para sentirme menos solo. Para fustigarme menos. Creemos que a los 30 “comienzan a pasarnos cosas”, y no es más que un meme. Con los 40 llegan los exámenes médicos periódicos. “No sé cómo no te has caído muerto de un infarto en la calle” me dijo un médico tras ver mis triglicéridos. Y los 50, aún arrogantes. Creemos saberlo todo, y sabemos tan poco.
El Padre –que originalmente es obra de teatro y que tuve la fortuna de ver en una adaptación al español en Bogotá– nos lleva por el caos y la confusión que significa caminar por esta ladera de la vida.
Te expone al vínculo afectivo desde la tesitura más escabrosa para un hijo: ser papá de tus papás. Mi hermana, que es sabia, me dijo cuando mi padre estaba a días —sin nosotros saberlo— de morir: es como cuidar a un bebé. Mi hermana logró trascender a la ternura, yo no.
Con lo que amo al teatro, debo decir que la película logra exponer de manera extraordinaria esa lentísima caída hacia el ocaso. Y en un imperceptible cambio de detalles en las imágenes se dirime la hecatombe de la ineludible orfandad. Una obra maestra.
Este texto fue publicado originalmente en mi newsletter Fuera del Algoritmo, un espacio donde comparto historias, hallazgos y reflexiones que escapan a la lógica del contenido automático. Si quieres recibir cada entrega directamente en tu correo, puedes suscribirte en fueradelalgoritmo.substack.com
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